Copio hoy un artículo de Enrique Martínez Lozano, con quien comparto su visión del mundo, de la espiritualidad, de la religión y de la aventura maravillosa del alma.
Este texto nace a raíz de algunas
experiencias recientes vividas en encuentros con personas religiosas
(católicas), que me habían pedido abordar el estudio de la figura de Jesús.
En tales encuentros, se me ha ido
haciendo cada vez más clara la dificultad
que supone acercarse con limpieza a Jesús cuando se ha internalizado su imagen
a través del catecismo aprendido. Y he podido constatar hasta qué punto el catecismo ha sustituido al evangelio y
eso se ha convertido, en la práctica, en un obstáculo para acoger el mensaje de
Jesús, por un doble motivo: porque el
catecismo transforma la novedad del evangelio en doctrina anquilosada y
porque tal doctrina resulta cada vez más
difícil de asumir desde la sensibilidad que acompaña a nuestro momento
histórico.
En este escrito, quiero ofrecer algunas
claves acerca de:
·
la trampa (inconsciente) que ha reducido el evangelio al catecismo
aprendido;
·
las consecuencias de la misma;
·
la comprensión de la figura de Jesús, más allá de la religión y de la
Iglesia, lo cual está en plena sintonía con nuestro momento cultural y lo
que parece ser el horizonte futuro: una espiritualidad trans-religiosa;
·
la capacidad de acoger la figura de Jesús, desde el modelo
no-dual de conocer; desde ahí, todo se modifica; también lo relativo al
modo de entender la llamada “divinidad” de Jesús y las afirmaciones dogmáticas
acuñadas a partir del concilio de Nicea (del año 325).
Soy consciente de que los católicos dan
por supuesta una identidad fundamental entre evangelio y catecismo, hasta el
punto de que les puede resultar extraño incluso el hecho mismo de que sea
puesta en cuestión. Sin embargo, quizás sea bueno verlo con un poco de
detenimiento, sin dar nada por supuesto.
En esos encuentros recientes a los que
me refería, algunos participantes expresaron que tenían que rechazar lo
escuchado porque “querían defender el catolicismo”, y les parecía que el Jesús
del que yo hablaba no era el Jesús “católico”. En un lenguaje más preciso, yo
entendí que el criterio para
descalificar lo que había expresado en el curso, acerca de la figura de Jesús,
era lo que habían aprendido en el catecismo.
Y aquí es donde, a mi modo de ver,
radica la trampa: el Jesús que ha llegado
hasta la inmensa mayoría de los cristianos es una imagen filtrada, adaptada,
reducida y, literalmente, “domesticada”, por obra y gracia del catecismo.
Todos los estudios serios sobre la
figura de Jesús ponen en evidencia que el Jesús histórico tiene poco que ver
con el Jesús del que se habla en el catecismo. Pero esto no debería sorprender:
mientras Jesús fue un crítico implacable de la religión y de la autoridad
religiosa, el catecismo no nace del
evangelio, sino de la proyección de la mente religiosa, que imagina a un Dios a nuestra imagen y
semejanza.
Durante la existencia histórica del
Maestro de Nazaret, se planteó un conflicto
entre el Dios de la religión y el Dios que Jesús anunciaba. Como suele
ocurrir, el poder salió aparentemente victorioso y el Dios de la religión
terminó asesinando al Jesús de Dios.
O dicho de otro modo: el catecismo
presenta a un Dios “previsible”, acorde con las categorías de nuestra mente
proyectiva; por el contrario, tal como escribiera Dietrich Bonhoeffer, “el
Dios que se revela en Jesús pone del revés todo lo que el hombre religioso
espera de Dios”.
En el caso cristiano, la mente
proyectiva se sirvió, primero, del genio
religioso de Pablo –que convirtió en “religión” el mensaje sencillo y sabio
de Jesús- y, más tarde, de las categorías
de la filosofía griega –que habría de ser la matriz donde se gestaran los
grandes dogmas del cristianismo-.
Como resultado “natural” de todo ese
proceso, se produjo una divinización,
apropiación y domesticación de la figura
de Jesús que, de ser un judío sabio, un hombre profundamente espiritual
(humano), portador de un mensaje universal de sabiduría y crítico de la
religión, a través de una propuesta radicalmente subversiva, fue presentado
como fundador de una religión más y, supuestamente, de la iglesia cristiana,
tal como hoy la conocemos.
Una vez producido el cambio, la visión
de la teología (del catecismo) habría de convertirse, lógicamente, en el
criterio último acerca de todo lo que podía decirse o no sobre la figura de
Jesús. Todo aquello que no repitiera literalmente los dogmas cristológicos y
que no asumiera la “imagen” de Jesús que había filtrado esa misma teología (y
catecismo) quedaba automáticamente descalificado.
Otra consecuencia no menor de aquella
confusión es la que se palpa en la confesión de no pocas personas consagradas
que reconocen haber sido adoctrinadas,
pero no evangelizadas. Eso es
exactamente lo que ocurre: el catecismo adoctrina y fomenta una religiosidad
observante, basada en el cumplimiento, pero no lleva a conectar vitalmente con
lo que fueron las actitudes profundamente humanas de Jesús.
Todo ello, como decía, es consecuencia de haber absolutizado la
teología heredada y el catecismo aprendido. Sin embargo, si se toma un
mínimo de distancia de este, basta una aproximación simple al evangelio para
constatar como evidente el contraste palpable
entre los contenidos de uno y de otro. Sabiendo cómo funciona la mente
humana y el papel que juegan las creencias, sobre todo dentro de una
institución poderosa y autoritaria, no es difícil concluir que, si no se
percibió antes aquella disonancia, fue debido sencillamente al mecanismo por el
que los seres humanos tendemos a identificarnos
con aquello que creemos.
Con todo, si bien es cierto que el
contraste entre catecismo y evangelio es evidente para cualquier lector atento,
en nuestro actual momento histórico nos encontramos con dos elementos que facilitan una comprensión mayor.
En
primer lugar, la nueva sensibilidad cultural parece percibir que estaríamos
asistiendo al inicio del ocaso de las
grandes religiones teístas. Nacidas en un momento histórico determinado
–dentro de un nivel de consciencia mítico y en una sociedad caracterizada por
un fixismo rígido-, no solo se revelan en “disonancia” con un nivel de
consciencia más ampliado, sino incluso –en su forma tradicional- resultan
irrelevantes en esta sociedad tecnológica avanzada y en constante innovación y
cambio.
Nadie duda de que, en una historia de
luces y de sombras –como todo lo humano-, han aportado riqueza a la humanidad
en su devenir histórico: fundamentalmente, han motivado y desarrollado la
personalización –al hablar de un Dios “personal”- y han potenciado la dimensión
ética del comportamiento humano, desde la exigencia de “imitar” a un Dios
bueno.
Sin embargo, parecen acumularse
evidencias de que nos hallaríamos en un proceso de transformación o metamorfosis de lo religioso, a resultas de la
cual la religión sería trascendida en la
forma de una espiritualidad no dogmática, universal, inclusiva y no-dual.
El segundo
factor que favorece una aproximación más “limpia” a la figura de Jesús es
el giro copernicano en nuestro modo de
conocer, que constituye una de las mayores revoluciones a las que estamos
asistiendo: se trata del paso del modelo mental de conocer al modelo no-dual (o “conocimiento
silencioso”, del que los sabios y místicos de todas las tradiciones han dado
siempre testimonio).
Ambos factores abren, de una forma
espléndida y luminosa, nuestra percepción del Maestro de Nazaret, al acercarnos
a un Jesús más allá de las religiones, no “religioso” ni “católico” y, al mismo
tiempo, “espejo” límpido de aquella misma
y única identidad que todos compartimos.
Si el engaño primero y radical en que
se basa el modelo mental es la creencia de que todo está separado de todo –y,
sobre esa creencia errónea, se articuló la creencia dogmática en Jesús como un
Dios separado-, el modelo no-dual nos permite percibir el equívoco y nos abre a
reconocer la no-separación, la interrelación de todo en una admirable unidad
dentro de las diferencias. Jesús deja de verse como un ser separado para ser
comprendido como aquel hombre sabio que
“vio” y vivió lo que somos todos.
Desde esta nueva perspectiva, la imagen
de Jesús que presentan los dogmas, la
teología clásica o el catecismo resulta de una pobreza raquítica, desfigura
su rostro y vacía de contenido su mensaje, hasta convertirlo en una creencia
rutinaria para consumo exclusivo de quienes han decidido creer en él.
Llegados a este punto, toca vivir el
respeto hacia los otros y el cuestionamiento lúcido hacia uno mismo.
Con frecuencia, en los ambientes
católicos, al cuestionar la imagen de Jesús, aprendida en el catecismo, se
producen malestares e incluso “escándalos”. Ante esta primera reacción, la
autoridad religiosa se posiciona en defensa de quienes discrepan, porque también
ella comparte la misma imagen de Jesús.
Es llamativo, sin embargo, que la
descalificación tome una forma “autoritaria”. Es decir, no se aportan
argumentos de valor; son, sencillamente, de autoridad: “el catecismo no puede
ser cuestionado”.
Es significativa también la actitud que
subyace: no se sabe bien si lo que
interesa es conocer limpiamente a Jesús… o, más bien, fortalecer las
creencias que ya se tenían acerca de él y “defender el catolicismo”.
Llama igualmente la atención la
insistencia en hablar de un Jesús “católico”, sin caer en la cuenta de que esa
misma denominación está ya dando por supuesta una “apropiación” y
“domesticación” de la figura del Maestro de Nazaret absolutamente
indebida.
En resumen, pareciera como si lo que
realmente interesara no fuera un conocimiento real de Jesús, sino demostrar que
Jesús es tal como ellos lo creen y que, además, es “nuestro”.
Frente a ello, hoy parece incontestable
históricamente que Jesús no “fundó” la
Iglesia ni tampoco creó una nueva religión –su mensaje no coincide con la
doctrina “católica”-, sino que ofreció y vivió un mensaje de sabiduría que, con
frecuencia, la misma religión que dice fundamentarse en él ha encorsetado y
empobrecido, convirtiéndolo en una creencia rutinaria y alejada de la vida.
Soy consciente de que, ante estas
afirmaciones, el católico suele argüir repitiendo aquellas palabras que el
evangelio de Mateo pone en boca de Jesús, dirigiéndose a Simón: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella” (Mt 16,18).
Sin embargo, para la exégesis más
rigurosa, tales palabras –exclusivas de Mateo- no pertenecerían a Jesús, sino
que recogerían el sentir de la comunidad del propio evangelista; comunidad que
reconocía a Pedro como figura legitimadora. La segunda parte de la afirmación
–nacida también dentro de aquella comunidad y referida a ella misma- no puede
ser sino una expresión de deseos. Mal que le pese a nuestra mente y por más
frustrante que resulte para la necesidad de seguridad de nuestro ego, todas las
formas son impermanentes y, por tanto, transitorias: la Iglesia también pasará. Lo único que permanece es Aquello que es y que, por ello mismo,
somos.
¿Y el catolicismo? Constituye sin duda
una imponente construcción religiosa, que ha aportado innegables riquezas de
humanidad, a la vez que ha generado mucho sufrimiento.
Ha tratado de dar respuesta al misterio
del existir –eso es una religión-, en unas determinadas coordenadas
espaciotemporales. Ese es su mérito y su límite. Como “mapa” que ofrece pistas
para entrar en el “territorio”, es válido y legítimo, dentro de los límites de
todo lo humano. El problema surge cuando el mapa se absolutiza y se erige en criterio
último de verdad: entonces la religión se hace indigesta y peligrosa.
El catolicismo se absolutiza y hace
daño –como cualquier otra religión- cuando piensa que con él ha llegado el
“culmen” de la verdad y que cualquier otra doctrina debe juzgarse a su luz. O
cuando se considera como la “religión definitiva”, sin advertir que esa misma creencia lo único que revela es el
nivel de consciencia mítico de quien la sostiene. Como cualquier otra forma
histórica, también el catolicismo será superado y trascendido.
En una homilía reciente (31 de
diciembre de 2014), el papa Francisco –que, por otra parte, tanto está haciendo
por “volver” al evangelio- expresaba lo siguiente: “Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un
sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de
nuestra imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo”.
Me parece que esa frase
–una de las más desafortunadas que le he oído al actual papa, y que se inscribe
dentro de la teología más conservadora y etnocéntrica (eclesiocéntrica)- no
solo no hace justicia a la realidad, sino que encierra un engaño peligroso, al
reducir la figura de Jesús a la interpretación dogmática que la Iglesia hace de
la misma.
Indudablemente, Jesucristo
puede quedar reducido a una idea, una moral y un sentimiento. Pero también a
una interpretación religiosa y excluyente, que reduce y tergiversa su figura.
Sin embargo, cabe una aproximación más ajustada a la historia y más fiel al
propio mensaje de Jesús. Toda lectura es ya una interpretación –no
puede ser de otro modo- y pensar que las interpretaciones únicamente las hacen
los otros es caer en un error de bulto, que no favorece crecer en la verdad. En
cualquier caso, la clave para comprender nuestras aproximaciones a la figura de
Jesús pasa, de una manera radical, por el paradigma en el que cada cual nos
encontramos y, más básicamente aún, por el modelo de cognición que
utilizamos, como he expresado más arriba.
En el aspecto concreto que nos ocupa,
es legítimo que el catolicismo diga remontarse a Jesús. No lo es, sin embargo,
que pretenda monopolizarlo o que exija imponer la suya como la única
interpretación válida de la historia del nazareno: Jesús siempre trascenderá
cualquier cuerpo dogmático en torno a su figura.
Intuyo que, antes o después, las
religiones están llamadas a reconocerse como “mapas” –valiosos y limitados-,
que no tengan otra pretensión que la de favorecer y facilitar que las personas
vivan su verdad más profunda –eso es la “dimensión espiritual”-, en un proceso
en el que las mismas religiones irán desapareciendo, trascendidas en una
espiritualidad abierta, inclusiva, experiencial…, es decir, radicalmente
humana.
La
alternativa, por tanto, pasa por abrirse a la espiritualidad que, aun valorando
lo que las religiones han aportado, sin embargo las trasciende. Y mientras
estas ofrecen creencias que parecían
prometernos seguridad, aquella nos ancla
en la certeza de lo que somos, llenándonos de luz y ensanchando nuestro
corazón hasta poder decir –como Jesús- que “todos
somos uno”.
Tal
postura conecta mejor con la intuición y la propuesta de Jesús, con su
carácter universal e inclusivo, con su sabiduría que no conoce fronteras y con
su visión no-dual de lo real.
Cada día tenemos más claro que, así
como las creencias en Dios dificultan
experimentarlo, la adhesión al
catecismo impide el acceso abierto al evangelio, porque este –sin que la
persona lo advierta- ha sido ya previamente filtrado por aquel.
Postdata:
Después de haber enviado este artículo a un grupo, una lectora atenta
me hace llegar el siguiente texto del papa Francisco, que yo desconocía. Lo
transcribo a continuación, porque estas me parecen unas palabras realmente
“inspiradas”. Dice así:
“No es necesario creer en Dios para ser una
buena persona. En cierta forma, la idea tradicional de Dios no está
actualizada. Uno puede ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir a
la iglesia y dar dinero. Para muchos, la naturaleza puede ser una iglesia. Algunas
de las mejores personas en la historia no creían en Dios, mientras que muchos
de los peores actos se hicieron en su nombre”.
(A quien desee profundizar en las cuestiones
aquí apenas apuntadas, le sugiero la lectura del libro que acabo de escribir y
que, en breve, publicará la editorial PPC, con el título: “Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad”).
Teruel, 12 enero 2015.
Excelente y extenso articulo el de mi paisano. Gracias por traérnoslo.
ResponderEliminarEl problema que hemos tenido en la Iglesia Católica Romana, y no temo generalizar, es el poco conocimiento que hemos tenido de las Escrituras. De ahí que un creyente haya podido vivir de las rentas de la doctrina.
Por poner un ejemplo: puedes estudiar la carrera de teología (en mi época eran seis años) y con respecto la Sagrada Escritura leías mil manuales e interpretaciones de cada libro de la Biblia y, a lo sumo, alguna cita de la misma. No se consideraba necesario. A lo mas algún piadoso profesor nos decía que rezáramos con la Biblia o la norma de leer determinados minutos al día.
Estos nos lleva a cristianos que difícilmente hemos sabido leer los signos de los tiempos a la luz de la Palabra y mucho menos transmitirla.
Es, definitivamente, una asignatura pendiente.
Un abrazo